sexta-feira, 1 de outubro de 2010

La cultura latinoamericana, entre la globalización y el folclore


La unión política, económica y cultural de los países latinoamericanos es una vieja meta que las nuevas relaciones internacionales ahora favorecen. No obstante, cuando se trata de cultura, algunos equívocos deben ser evitados. Las semejanzas entre nuestros problemas políticos y económicos no deben conducir a un proyecto de unión cultural que olvide las grandes diferencias entre las diversas culturas del continente, o a un cierre con relación a las culturas de los países hegemónicos. En el ansia por una “identidad latinoamericana”, el discurso de la latinoamericanidad puede provocar equivocaciones perjudiciales a la cultura propiamente dicha. Me refiero a engaños como el nacionalismo exacerbado, el populismo y la improvisación.

En el terreno de la cultura, el nacionalismo exacerbado, herencia de nuestras guerras de independencia, y resultado de la permanente amenaza de dependencia que pesa sobre nuestras economías consiste en buscar lo “auténticamente nuestro”, rechazando patrióticamente todo lo que viene de afuera, por miedo del “colonialismo cultural”. Ese nacionalismo resentido y desconfiado puede transformarse en una supranacionalismo, con las mismas características, cuando se trata de la latinoamericanidad.

La razón principal por la cual el nacionalismo (y el supranacionalismo) latinoamericano corre el riesgo de volverse nocivo al desarrollo cultural de nuestros países es que el mismo reposa sobre una concepción inaceptable de cultura. Ninguna cultura es autosuficiente  y compartimentada. Toda cultura es el resultado de intercambios y mezclas exitosas. Ninguna de las grandes culturas reconocidas como tal se desarrolló cerrada al extranjero: la cultura de Roma se fortaleció al asimilar a Grecia, la inconfundible cultura japonesa fue creada a partir de la china, etc.

Nuestras culturas latinoamericanas, constituidas por mezclas más evidentes y más o menos recientes, no tienen por qué pretender una especificidad autóctona, mítica y regresiva. Las recientes teorías poscoloniales practicadas en los países anglófonos nos convienen sólo en parte. Para comprender en qué las culturas latinoamericanas se distinguen de otras culturas poscoloniales hay que considerar ciertos factores. Nuestra condición poscolonial ya tiene casi dos siglos. La identidad cultural original de los países latinoamericanos, que ya era múltiple, en muchos casos fue borrada por la colonización y, en otros, transformada por el mestizaje. En los países donde predominaron los rasgos de las culturas autóctonas, a los que más tarde se añadirán las marcas de las culturas africanas y de los países de inmigrantes, las mezclas efectuadas son las que constituyen nuestra originalidad con relación a los países colonizadores.

En los discursos universitarios de los países hegemónicos se habla mucho de “multiculturalismo”. El multiculturalismo teorizado y practicado en esos países no corresponde, felizmente, a nuestra vivencia multicultural. Para ellos, se trata de tolerar la coexistencia de varias culturas, porque el trabajo de los inmigrantes es necesario a sus economías, y esa simple tolerancia implica la formación de guetos. La reciente desconfianza que existe en los Estados Unidos con relación a los extranjeros  pone en evidencia la fragilidad y la hipocresía de su propalado multiculturalismo. En ese sentido, en los países latinoamericanos no existe multiculturalismo; existe mestizaje, recreación cultural permanente, transculturación.

La transculturación se efectuó y se efectúa en todos los países latinoamericanos, pero en cada uno de ellos ha producido resultados originales. Cuando se habla de la cultura latinoamericana, esa originalidad necesita ser reconocida. El Brasil es, sin dudas, latinoamericano, pero no es culturalmente uniforme ni siquiera en su enorme territorio. Y sólo recientemente su relación con los países de lengua española ha sido tomada en cuenta por los pensadores hispanoamericanos. El imperialismo lingüístico del español es tal, que cuando se habla de cultura o literatura latinoamericana en las universidades no brasileñas, casi siempre el Brasil es marginado.

No obstante, existe una identidad latinoamericana en sentido amplio, debido a la semejanza de nuestras historias políticas y sociales. Culturalmente, la identidad latinoamericana se constituye como la afirmación de una diferencia en el seno de una identidad: una relación filial, edipiana, con Europa. Por más rencores que cultivemos, por más violento que haya sido nuestro deseo de independencia, tenemos una conexión indisoluble con las culturas metropolitanas, comenzando por las lenguas que hablamos. Como dijo Octavio Paz  (al que nadie puede acusar de menospreciar sus raíces mexicanas) en numerosas ocasiones, la cultura europea ya es parte de nuestra tradición, y renunciar a ella sería renunciar a una parte de nosotros mismos.

Según Jorge Luis Borges, la vocación de América es ser internacional: “Debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”. América Latina es al mismo tiempo memoria y proyecto, nostalgia de un pasado perdido y prefiguración de un futuro posible. Es con esos verbos bifrontes, “sentir saudades” y “prefigurar”, que Lezama Lima concluyó su ensayo La expresión americana, en la cual propone el concepto de América como “protoplasma incorporativo”. En un mundo globalizado esa capacidad de incorporación, y sobre todo de prefiguración, es un modelo que podemos ofrecer a las otras culturas.

Olvidar nuestros orígenes es perder nuestra identidad. Mantener lo que resta de las culturas originales y garantizar los derechos de las poblaciones que las conservan no es apenas una obligación ética, sino también una manera de cuidar una riqueza cultural que nos pertenece. Ahora bien, querer reducir nuestra identidad a lo que nos restó de los indios o a lo que nos trajeron los africanos es una regresión que puede conducirnos a un racismo al contrario. En los países del hemisferio norte, el hemisferio rico, la preocupación con lo “específicamente nacional” sólo existe entre los conservadores o entre los francamente fascistas, con el objetivo de rechazar la inmigración y la mezcla de razas. Más que nunca, las tendencias xenófobas y belicosas de los nacionalismos se han manifestado en nuestro tiempo de globalización, como una reacción a ésta.

Evidentemente, la recepción de los aportes extranjeros debe ser llevada a cabo a través de una selección crítica, efectuándose una incorporación transformadora. Lo que prueba la fuerza particular de una cultura es exactamente esa capacidad de asimilar sin perderse. Un tipo de receptividad crítica y creadora era lo que defendía el modernista brasileño Oswald de Andrade, en su propuesta de antropofagia cultural: devorar (metafóricamente) los aportes extranjeros para fortalecernos, como hacían (literalmente) los indios tupinambás con los primeros colonizadores del Brasil. En un registro diferente, en el mismo año de 1928, José Carlos Mariátegui propuso un americanismo no esencialista aunque virtual, un pensamiento hispanoamericano que debía ser “elaborado”, sin rechazar los elementos europeos constitutivos.

Otra equivocación en la que los discursos culturales latinoamericanos ya han incurrido, y que debería evitarse, es concebir la cultura en general y el arte en particular como meros testimonios de las condiciones socioeconómicas. Esa ilación que la historia y la antropología contemporáneas desmienten tiene efectos lamentables sobre la cultura y el arte. Considerar que un país pobre debe tener cultura para pobres, y arte que tenga a la miseria como único tema, es defender un tipo de populismo paternalista, políticamente inaceptable. Los intelectuales populistas tienen una concepción muy peyorativa del “pueblo.” Al pretender ofrecerle una cultura que esté “a su alcance”, impiden que ese mismo pueblo reciba informaciones más complejas, manteniéndolo en una condición de minoridad intelectual e impidiéndole  vislumbrar caminos alternativos.

Junto con el nacionalismo populista viene el folclore. Es obvio que el folclore es una riqueza cultural que debe ser preservada. Pero querer restringir a las culturas latinoamericanas a sus aspectos folclóricos significa impedir que evolucionen, que innoven. También significa  ofrecer a los demás –a los países de economía desarrollada y de cultura sedimentada- la imagen que exactamente desean tener de nosotros: exóticos, usando poncho y sombrero de paja, pintorescos con nuestros bailes y nuestras creencias, en suma desafortunados y divertidos al mismo tiempo.

Ahora bien: la América Latina no es apenas folclore. Tenemos grandes metrópolis con acceso a la información y a la tecnología avanzada. Tenemos artistas e intelectuales capaces de dialogar de igual a igual con los de los países llamados desarrollados. Lo que debemos rechazar de Europa y de los Estados Unidos no son sus culturas, sino la imagen que ellos quieren tener de la nuestra: aquella imagen folclórica, el espectáculo de una pobreza pintoresca para ser visitada por turistas, o de un “real maravilloso” que sólo es maravilloso para quien no vive siempre en él.

Desgraciadamente en América Latina abundan las manifestaciones antiintelectuales en nombre de una “espontaneidad”, de una “afectividad” o de una “magia” consideradas como nuestra preciosa contribución al mundo. En nombre de esa espontaneidad se niega cualquier experimentalismo o rigor artístico, rotulándolos de “formalismo” y “elitismo” y considerándolos como incompatibles con nuestra “naturaleza” y nuestra “realidad”. Se desprecia también el pensamiento abstracto, el discurso teórico y argumentativo, la investigación universitaria, todos calificados de “intelectualismo estéril”.

Que los latinoamericanos sean intuitivos, creativos, improvisadores y telúricos, que nuestras manifestaciones artísticas con frecuencia sean más vitales que las de los europeos, extenuados después de haber leído todos los libros y haber llegado a la conclusión de que la carne es débil –todo eso es, para nosotros, una ventaja. Pero transformar esas cualidades espontáneas o circunstanciales en elementos suficientes para la consolidación de una cultura o de un arte es dañino tanto desde el punto de vista cultural como político. La creatividad destituida de una base de información vasta y sólida desemboca en una producción sin autocrítica y sin parámetros, que será recibida por los compatriotas sin ninguna elevación del nivel cultural, y por los extranjeros como diversión inocua, demostración tranquilizadora (para ellos) de nuestra ingenuidad.

Por otro lado, la difusión de una cultura de masas uniformizadora verá su objetivo facilitado en un medio cultural olvidado de su tradición intelectual y carente de discurso crítico. Lo más lamentable es que la América Latina tiene una larga y respetable tradición ensayística de reflexión sobre sus culturas, que fue sustituida por los discursos populistas y políticamente estereotipados de los años 60, para enseguida ser sofocada por las tonterías internacionales difundidas por los medios, encontrándose ahora amenazada de olvido y sustituida por la imitación pasiva.

El gran destino de América Latina no está en encerrarse en Macondos reales, ni morir de sed corporal y cultural en un Gran Sertón geográficamente circunscrito. Tampoco debería ser el imitar servilmente a naciones hegemónicas. El Viejo Mundo, al mirar lo Nuevo, debería encontrar no su propio rostro espejeado y degradado, ni un rostro totalmente exótico destinado a divertirlo o conmoverlo a distancia, sino un rostro que devuelva su mirada y que le demuestre que existen otras maneras de mirar a sí mismo y al otro. Nuestro objetivo debería dejar de ser el de “ocultarnos en Europa”, y simplemente mostrarle lo que hemos hecho de diferente con lo que ella nos trajo.

Además de eso, en un mundo totalmente colonizado por los Estados Unidos, América Latina puede convertirse en una opción cultural diversa dentro de la globalización. Esto no se conseguirá con el aislamiento cultural, ni con el cultivo de su imagen folclorizada, sino con su entrada efectiva en el conjunto de discursos culturales de nuestro tiempo. Para imponerse en el discurso internacional, los latinoamericanos tienen que disponer de informaciones tan actualizadas, de armas conceptuales tan afiladas y de formas artísticas tan perfectas como aquellas de que disponen las culturas que aún son hegemónicas.

Tratar nuestro patrimonio cultural con informaciones internacionales actualizadas es la mejor manera de mantenerlo vivo y activo. Luchar contra la pobreza material y conservar nuestra riqueza cultural es el desafío que nosotros, latinoamericanos, debemos enfrentar en el siglo XXI.

[Leyla Perrone-Moisés, Vira e mexe, nacionalismo. Paradoxos do nacionalismo literário, São Paulo: Companhia das Letras, 2007, pp. 21-27]

Traducción de IMA

Nenhum comentário:

Postar um comentário